Santo patrón de Torrijos y titular de su parroquia, San Gil ha sido desde sus inicios la referencia devocional de la Villa.
Desconocemos la fecha de dicha devoción, pero si atendemos a la fundación de la parroquia podríamos encontrarnos ante una de las más antiguas de Torrijos.
Pero conozcamos un poquito mejor la vida de este santo:
San Gil nació en Atenas en el año 640. De pequeño se ejercitó en obras virtuosas y santas, especialmente en la limosna ya que todo su patrimonio lo repartió entre los más pobres. Su fama de milagrero se extendió por toda Grecia y él, temiendo ser honrado y tenido por santo, se adentró en el mar para llegar hasta Francia. Allí fue a la ciudad de Arlés, donde obró muchos milagros, cruzó el río Ródano y cerca de su ribera conoció a un ermitaño llamado Veredemio, a cuyo hermano curó San Gil.
Pronto marchó a las montañas, y se refugió en una cueva junto a un manantial.
Fue aquí donde se produce el conocido milagro de la cervatilla, que pasamos a exponer:
“Vivía el santo tan favorecido de Dios, que su providencia le destinó una cierva y, por espacio de tres años, todos los días y a ciertas horas, iba obediente a la cueva a suministrarle leche.
Un día, pues, en que los criados del Rey salieron a cazar, encontraron la cierva sus ligerísimos lebreles y, poniéndose a seguirla, le iban ya a los alcances. Mas ella, bien que fatigada, esforzó los últimos alientos hasta llegar a guarecerse a los pies del santo, como quien, desconfiada de sí, solicitaba su favor en tan evidente peligro. Hizo Gil oración, suplicando a Dios que pues aquella inocente cervatilla había sido instrumento de sus prodigios, si bien él por sus pecados merecía el castigo de su justa indignación, se dignase de alargar la vida a la que mejor que él la había empleado en servicio suyo.
Oyó el Señor tan humildes y tiernos ruegos, y si bien los lebreles tenían a su vista la anhelada presa, no se atrevieron a dar un paso más; antes bien, dando grandes y temerosos ladridos, volvieron espantados hacia donde estaban sus amos.
Mas Dios, que iba ordenando que Gil saliese de aquella cueva, dispuso que el Rey, que de aquello tuvo noticia, fuese el día siguiente al mismo paraje con muchos más cazadores y muy valientes lebreles, y como amedrentados éstos tampoco osasen acercarse a aquella gran espesura donde estaba oculta la cueva, uno de aquellos cazadores flechó su arco, disparó la saeta desatinadamente y por casualidad hirió al santo.
Allí vieron puesto de rodillas y casi inmóvil a un monje venerable, que por sus muchos años, penitente rostro y austero hábito, infundía en sus ánimos un profundo respeto. Corría sangre copiosa de la reciente herida, y la cierva, nada amedrentada con la novedad de los huéspedes, gozaba segura de un inviolable asilo a los pies del santo.
Entonces Gil habló en esta sustancia: "Esta saeta que en mí veis clavada, si bien ha salido de alguno de vuestros arcos, ha tenido soberano impulso que con suave y poderosa mano ha querido sujetarme a sí. La culpa, señores, es toda mía, o de las mías nace. Dios pues os encamine, y dejadme llorar, no por el dolor de la herida, sino por el poco sentimiento de mis pasados delitos."
Proferidas estas palabras con un semblante severo y ánimo arrepentido, recibió muchas disculpas y satisfacciones, que confusos y compadecidos todos le dieron; y singularmente el Rey que, luego al punto, mandó que le curasen.
Deseó informarse el Rey más llenamente de aquel monje; y declarándole ante su Real persona, le preguntó quién era. A tal precepto quedó Gil pálido: por una parte la obediencia le violentaba y por otra, la humildad le retraía. Pero finalmente se descubrió Egidio.
Quedó atónito el Rey contemplando con atención reverente aquel alto espíritu que, desestimando el heredado esplendor de sus mayores, le encubría en un ropón grosero, huyendo de la celebridad de su fama. Ofreció a Gil exquisitos dones, riquezas sumas y dignidades espléndidas, pero muy en vano, porque únicamente consiguió el Rey que diese otro piadoso destino al empleo de la limosna que le ofrecía: levantar un pequeño monasterio para rogar a Dios por su bien y por la felicidad de todo su reino.
Así se ejecutó, consagrándose aquel dichoso sitio de la cueva, que por haberla habitado Gil pudiera ya ser respetada como templo, y a instancia del Rey, y contra la propia voluntad, admitió el santo el gobierno de aquel monasterio”.